Cuando el mundo te diga que renuncies a tus sueños, solo ignoralo y sigue intentando.

martes, 9 de noviembre de 2010

Las lagrimas de shiva.


–Mamá dice que vuelves a Madrid el próximo viernes –comentó con aparente indiferencia.
–Mi padre está mucho mejor –asentí.
–Me alegro. Quiero decir que me alegro de que tu padre esté bien –hizo una pausa–. Así que te vas dentro de seis días… Vaya, ahora que empezaba a acostumbrarme a ti.
–Sí, soy como los perros –repliqué en tono burlón–; se nos acaba cogiendo cariño.
Violeta sonrió y se sentó a mi lado.
–Bueno, ¿qué tal te lo has pasado? –preguntó.
–Genial. Han sido unas vacaciones fantásticas. He visto un fantasma, he encontrado una joya que vale una fortuna y me ha detenido la policía. No se le puede pedir más a unas vacaciones.
–¿Has estado a gusto aquí, en Villa Candelaria?
–Mucho. Tus padres son fenomenales y tus hermanas muy simpáticas.
Violeta ladeó la cabeza y me miró de reojo.
–¿Y nada más? –preguntó.
Me encogí de hombros.
–Bueno, tu madre cocina muy bien.
Mi prima se pasó una mano por el cabello; de pronto, parecía un poquito exasperada.
–¿Y qué piensas de mí? –preguntó, mirándome a los ojos.
La verdad es que comenzaba a sentirme incómodo: ¿a qué venían tantas preguntas?
–Pues…, nos hemos divertido juntos, ¿no? –carraspeé–; con todo eso de las Lágrimas de Shiva y el fantasma, quiero decir. Hemos sido como Sherlock Colmes y el doctor Watson –hice una pause y me apresuré a aclarar–. Yo sería Watson, por supuesto. Bueno, pues que me caes bastante bien, y eres una buena amiga.
Violeta se incorporó bruscamente y puso los brazos en jarras.
–¿Te caigo bastante bien? –me espetó, poniendo mucho énfasis en la palabra bastante–. ¿Soy una buena amiga? –respiró hondo, como una locomotora soltando vapor, y exclamó–: ¡Pues tú me caes fatal! ¡Tienes menos sensibilidad que un tarugo y eres un… un…! –boqueó varias veces, como si no lograra encontrar un adjetivo lo bastante insultante, y concluyó–. ¡Vete a la mierda!
Dicho lo cual, se dio la vuelta y abandonó dignamente el salón. Y yo me quedé sentado en el sogá, con cara de tonto, preguntándome qué podía haber hecho para enfurecerla tanto. Entonces, alguien dijo:
–Eres idiota.
Giré la cabeza y descubrí que Azucena estaba un par de metros a mi derecha, junto a un gran sillón de orejas. Dado que aquella niña jamás había despegado los labios delante de mí, al principio no la relacioné con la voz que me había insultado. Pero, entonces, Azucena abrió la boca y repitió:
–Eres idiota.
Me quedé de piedra. Durante dos meses, esa niña no había dicho ni una palabra, y ahora, cuando se decidía a hablar, lo hacía para insultarme.
–¿Por qué dices eso? –pregunté.
–Porque lo eres. Todos los chicos lo sois, pero tú eres el campeón de los idiotas.
–Vale, soy idiota. Pero, ¿qué idiotez he hecho ahora?
–No enterarte de nada.
–¿Y de qué me tengo que enterar?
–De que le gustas a mi hermana –contestó.
–¿A qué hermana? –pregunté tontamente.
–¿Pues a quién va a ser? ¡A Violeta, imbécil!
Abrí mucho los ojos.
–¿Qué le gusto a Violeta? Si no para de abroncarme...
–Pero le gustas –repuso ella con un encogimiento de hombros, como si considerara uno de los grandes misterios de la vida que yo pudiera gustarle a alguien.
–¿Y tú cómo lo sabes? –pregunté.
–Porque tengo ojos en la cara. Sólo hay que ver a Violeta para darse cuenta de lo que siente por ti. ¿No te has fijado en lo guapa que se ha puesto hoy para hablar contigo, pedazo de burro? Y tú sin enterarte de nada. Pero lo peor de todo es que ella también te gusta a ti, y tampoco te has enterado.
Dicho esto, Azucena me contempló con desdén, sacudió la cabeza, se dio la vuelta y abandonó el salón. Y yo me quedé más desconcertado que un buzo en el desierto. ¿Le gustaba a Violeta? Me parecía imposible, pero en realidad la pregunta importante era otra: ¿Me gustaba Violeta a mí? Violeta era muy guapa, reflexioné, pero tenía un carácter insoportable, aunque era inteligente, eso sí. Y mandona, pero también divertida; e impaciente, pero buena conversadora, y...
¡Al cuerno!, decidí de repente. No hacía falta enumerar los pros y los contras, sino mirar dentro de mí y preguntarme por mis sentimientos. Así lo hice, y no tuve que reflexionar demasiado para descubrir que, en efecto, Violeta me gustaba, y mucho. Comprender esa verdad tan sencilla me dejó anonadado. Azucena estaba en lo cierto sobre lo que yo sentía hacia su hermana, pensé. Pero entonces, ¿no tendría también razón acerca de los sentimientos de Violeta hacia mí?...
No pensé mucho más. Parpadeé un par de veces, tragué saliva y eché a correr.


* *

No me molesté en buscarla en el jardín, ni en su dormitorio, pues desde el principio sabía dónde estaba. Me dirigí a la escalera, remonté los peldaños de dos en dos hasta llegar a la planta alta, crucé la terraza y abrí la puerta de la torre. Mi prima se hallaba de pie frente a uno de los ventanales contemplando el lejano mar. No podía verle la cara porque estaba de espaldas a mí.
–Violeta... –dije.
–¿Qué quieres? –contestó en tono seco, sin volverse.
–Pues... Hablar contigo.
Hubo un breve silencio. De pronto, mi prima giró en redondo y se aproximó a mí.
–¿Quieres hablar con una «buena amiga»? –preguntó en tono sarcástico, mientras agitaba un amenazador dedo delante de mis narices–. ¿Quieres hablar con esa «buena amiga» que te cae «bastante bien»? ¡Porque si es eso lo que quieres, más vale que vayas a contárselo a uno de tus estúpidos marcianos!
La miré a los ojos. Tenía muy mal genio, las cosas como son, pero era tan bonita como un amanecer.
–Perdona, lo siente –me disculpé–, no quise decir eso. Me caes muy bien. No, mucho mejor que bien. Y no eres sólo una buena amiga, al menos para mí.
Violeta frunció el entrecejo.
–Entonces, ¿qué soy?
–Pues... –vacilé–. Eres... Bueno, yo... y tú... Ya sabes, tú y yo... En fin...
De repente, me quedé mudo. El valor había huido de mí como un conejo del galgo, me flaqueaban las rodillas y era incapaz d articular palabra. Violeta me contempló muy seria durante un largo e incomodísimo minuto. Después, sacudió la cabeza y exclamó:
–¡Pero mira que eres tonto!
Y me besó.
Al principio, fue un beso muy leve, sus labios contra los míos y las manos entrelazadas en mi cintura. Luego, primero con timidez, con abierta osadía más tarde, las lenguas cruzaron la frontera de los dientes, y yo la estreché entre mis brazos, y ella me acarició la espalda, y yo acaricié la íntima calidez de su piel. Estaba muy excitado, y muy nervioso, y terriblemente feliz; tanto, que de repente me eché a llorar.
No es que gimotease, ni nada por el estilo; lo que pasó es que los ojos se me llenaron de lágrimas y las malditas lágrimas comenzaron a resbalarme por las mejillas, así que me aparté de mi prima y ladeé la cabeza para ocultar el rostro.
–¿Qué te pasa? –me preguntó.
–Nada –contesté mientras enjugaba disimuladamente las lágrimas con el dorso de la mano–, que se me ha metido algo en un ojo.
Nos quedamos en silencio. Yo no sabía dónde meterme, porque no conseguía dejar de llorar, y ella no dejaba de mirarme con una sonrisa en los labios. Al cabo de unos segundos, se abrazó a mí y me susurró al oído:
–A veces, los sentimientos son tan intensos que suelen. Pero no tienes que sentir vergüenza por demostrarlo, Javier; a mí me gusta que seas así...
Teníamos la misma edad, pero Violeta era infinitamente más sabia que yo, y supo tener paciencia para enseñarme.
Descubrí muchas cosas aquel verano, y no sólo un collar perdido. Descubrí que el Paraíso puede encontrarse en el tacto de una piel suave, que las caricias son más fuertes que los golpes, que los besos pueden hacerte volar; descubrí que había sentimientos insospechados en mi interior; que se puede reír y llorar al mismo tiempo; que es tan excitante querer como ser querido; descubrí, en definitiva, algo tan simple y tan complejo, tan vulgar y tan extraordinario, tan dulce y tan amargo, como el amor.

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